27.4.10

Otra vez el chasquido de las botas


Leo Confabulación, un semanario que publica autores, generalmente, que no podría descubrir por otro medio (latinoamericanos y colombianos ante todo). De cuando en cuando confabula y me incrusta cosas en los ojos. Hoy no puedo dejar pasar por alto esta esquirlita.

(Jorge Eliécer Pardo, Ibagué, 1973. Cuento incluido en el libro «Menaces. Anthologie de la nouvelle noire et policiere latino-americaine». Compilador: Olver Gilberto De León.)

Otra vez el chasquido de las botas

Para Germán Vargas Cantillo

Por la ventana penetraron los disparos, Unos disparos secos, seguidos; él lo entendió cuando con lentitud, casi en puntillas, con la mirada seria detrás de los anteojos fue hasta le ventana; contó una vez, dos veces, hasta comprobar que eran catorce los hombres que subían por el camino resbaloso; se acercó un poco más y pudo percibir el chasquido de las botas entre el barro mojado y flojo. Ya estaban de espaldas cuando volvió a contarlos con el mismo temor, con el sueño ido desde hacía muchas noches; les vio el uniforme el escudo del gobierno, las municiones en las bandoleras cruzadas, el pelo recortado y ese sonido que se metía por los oídos martirizándole el cerebro como una herida que va desangrando la existencia, ese hundir y sacar seguido de las botas negras, las botas pesadas, las botas que producían una música de mal agüero y que continuaban su camino sin que nadie las detuviera; no deseó comprobar de nuevo cuántos eran cuando las manos de su mujer tocaron sus hombros; ella tenía los párpados agrandados y rojos; acostumbraba tenerlos así desde los días y las noches de vigilia; ahora, mientras el sol se colaba por las hendijas, se habían humedecido; sintió también el sonido y soportó las palabras pegadas a la garganta; él dio vueltas a su cuerpo con la misma lentitud. La amaba. Al verla, mirándolo, reprochándolo, la llevó de la mano hasta el camastro y se sentó a su lado en silencio, en silencio ambos, en silencio ellos que se llevaban el class class de las botas negras, ese chasquido de muerte entre la tierra floja y mojada. Los hijos, entrelazados en el otro camastro, con la saliva en las mejillas dejaban salir de sus bocas pequeños monosílabos ininteligibles; cuando los dedos y las miradas se agarraron con fuerza comprobaron una vez más, después de muchas, que debían irse; se respiraron muy cerca y el calor de sus vahos les enseñó la vida; esperaron porque sólo eso habían hecho en tantos años, porque siempre se espera, le decía él, siempre tenemos la vida pegada de una hebra, que a cualquier momento, cuando rompan las puertas, rompen también el resuello, ¡Vámonos de aquí Echeverry!, dijo la mujer con una voz secreta que entró por los poros mientras cubría el rostro con sus manos extendidas, perdiéndose en la oscuridad de sus imágenes para observar luego con lágrimas los días lejanos, las horas ya idas en las grietas de su estómago, en la cicatriz de la angustia.

Él sí había pensado marchar, abandonarlo todo, la casa, la misma de los padres de sus padres, el cementerio con gladiolos y azucenas donde lloró a sus familiares, pero se arrepentía casi gritando, ¡aquí nací y aquí me quedo! Había heredado el oficio de sepulturero pero no el de asesino, decía a su mujer cuando lo obligaban entrada la noche a enterrar desconocidos antes de que inventaran lo del río, antes de que la espuma de la cañada y la desnudez de los cuerpos salpicaran en medio de la voz de Peñaranda: ¡estos hijueputas ni tierra merecen!

En los días iniciales la sonrisa se fue metiendo por entre las arrugas, y cuando la espera del último hijo se convirtió en un reguero de sangre tibia, jamás volvió a sonreír. Ahora, en el silencio y los sollozos de su mujer lo recordaba; volvió a sentir la culata contra el brazo velludo y la cara seria de Peñaranda mirándolo, con el rencor venido desde la botas negras, pesadas, que al hundirse entre el barro y entre el miedo de sus enemigos, presentían la muerte, esas palabras que le golpearon la cara con la saliva espesa de su boca grande, golpes seguidos, palabras seguidas.

Ella se había puesto a llorar agarrada de la silla mientras Peñaranda ordenaba requisar todos los baúles y volvía decirle, gran maricón, conque jugando a la guerrilla, con su voz gruesa, con sus botas sobre la cara; y salió repitiendo lo mismo y él lo escuchó hasta cuando estuvo bien lejos, y levantándose con lentitud, lo miró entre su sangre, la cara amoratada de su hijo sin lloriqueos, y los quejidos amarrados en el cerrar de los labios.

Coordinó todos los pensamientos con la misma exactitud como coordinaba el presente; recordó la volqueta, su motor ruidoso bajando hacia el río; odió su ruido como sus placas así como el chasquido producido por las botas entre el barro mojado y flojo, además, en la seriedad metida en las arrugas que él llamo de Peñaranda, estaba el rencor colectivo.

Los niños de levantaron entre dormidos tambaleándose en sus piernas flacas; Echeverry los miró y no quiso pensar más en la partida porque el sargento Peñaranda aún rondaba el miedo y la vida y porque el revólver guardado tiempo atrás esperaba sus dedos fuertes de sepulturero.

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