20.11.10

Cuando se deja de ser, se es EX

M no calcula que tengo una facilidad tan grande por la dispersión (o quizá por ello lo hace), y aun con una cantidad de oficios inmediatos por hacer, me dice que está leyendo este articulo del Malpensante y hace que mis 20 minutos siguientes los tenga que ocupar reposteándolo.

Jodida M!!! y luego querés que sea juicioso y millonario!!! Aquí me tenés leyendo y posteando tus putos deliciosos articulitos domingueros!!!

Mis vidas como ex
Gustavo Escanlar

Cuando tu vida se ha ido al carajo, mirar atrás parece una buena opción. Eso sí: no esperes que el tiempo pasado haya sido mejor.

Ex hijo

Después de que la doctora me dio la noticia me fui llorando por la calle Rivera. Fue hace dos años, y fue la verdadera despedida de mi padre. Aunque al final demoró en morirse, ése fue el real momento de la pérdida. “Vamos a abandonar el tratamiento”, me dijo la tipa. “El cáncer ya avanzó por todo el cuerpo. Cualquier cosa que hagamos va a ser inútil”. Le pregunté cómo seguíamos. “Dolores óseos. Fracturas. Incapacidad para moverse. Muerte”. Se notaba que yo no le caía simpático a la doctora. Me lo decía todo así, sin anestesia, con una fingidísima amabilidad demasiado sobreactuada. Hasta parecía que se sonreía. No estaba tratando de consolarme. Estaba disfrutando. Siempre me pasan este tipo de cosas. Es como que genero este tipo de reacciones. Unos minutos antes que naciera mi hija Violeta, la neonatóloga me miró con cara de vampira y me dijo: “Ahora me voy a vengar de todas las veces que me hiciste enojar”. A la hija de puta le molestaban las cosas que decía por televisión. “Es igualita al padre, pobre”, dijo al ver a la bebé. El mundo está lleno de hijas de puta.

Mi padre no sufrió dolores óseos ni fracturas, como decía la doctora al borde del orgasmo. Simplemente, se fue apagando. Dejó de reírse, dejó de cantar, dejó de oír, dejó de caminar. De a poco se fue olvidando de las cosas. Terminó en una cama, sin poder hacer nada. Pasamos tres semanas en terapia intensiva, recibiendo informes diarios de los médicos que no sabían por qué carajo seguían prolongándole la vida. “Tiene edema de pulmón”. “No, no tiene edema, tiene una infección”. “Una infección muy resistente a los antibióticos”. “No hay modo de combatirle la diarrea”. “Está sedado”. “Tiene necrosis intestinal”. “Vayan preparándose para lo peor”. Te lo dicen todo como si ellos supieran, de verdad, qué es lo peor.


La muerte en la terapia intensiva tiene una ventaja respecto a las demás muertes: uno se acuerda, exactamente, cómo fue la última vez que vio con vida al otro. La última vez que vi a mi padre vivo lo que más me impresionó fueron las llagas que tenía en las comisuras de los labios. “Son hongos provocados por el respirador”, me dijo la enfermera. Me impresionaron las ganas que tenía de comunicarse conmigo, de decirme algo. Intentó que le leyera los labios y no pude. Me pidió una lapicera y un papel, pero no logró escribir nada coherente. Cuando me iba, le di la mano y él no me la soltaba. Al otro día, cuando lo fui a ver, ya estaba inconsciente, sedado, “grave”. Pero me consuelo, pensando que puedo acordarme de esa última vez. Ahora mismo tengo un amigo, Alejandro, que estaba bailando en un boliche gay, borracho y rezarpado, y le dio un derrame cerebral que lo tiene internado en una terapia intensiva de Buenos Aires, en uno de esos hospitales que tienen nombre de personalidad famosa, Fernández o Garrahan o González o Perón. Mi amigo se está muriendo –por lo menos se está muriendo una mitad de su cuerpo– y yo no logro recordar cuándo fue la última vez que lo vi. ¿Fue en el estreno de Aniceto, la película de Leonardo Favio? ¿O en el concierto de Jean-Luc Ponty? ¿O en bolas, en el sauna? No me acuerdo. Tendría que haberlo visto en terapia intensiva.

Seguro que me acordaría.

Mi padre se murió el 9 de octubre de 2009. Lo enterraron en la tumba 1113. Cuando salí del cementerio, entré en un quiosco y le jugué a la quiniela. No gané nada.

Buscando coincidencias estúpidas, me acordé que desde el 9 de abril de ese año yo no pruebo una línea.

Ex amigo

Adrián me mandó un mail. Que lamenta la muerte de mi padre. Que sabe cuánto lo quería. Pero con Adrián ya no vamos a volver a ser amigos. Lo decidió él. Yo suelo traicionar a mis amigos, pero ellos, como son amigos, generalmente entienden que eso es parte de mi carácter. Que es mi condición. Que soy un amable traidor. Adrián, que es un monje, jamás toleró ser traicionado. ¿Qué quería, que le fuera fiel toda la vida? Todos saben que soy, esencialmente, un tipo infiel. Mis amigos, mis novias, mis amantes, mis jefes, mis editores, saben que, tarde o temprano, los voy a terminar cagando. Y me aceptan así. No pretenden cambiarme. Adrián, como es un monje, solo hace amistad con otros monjes. Y, ya se sabe, un tipo que aparece en la televisión nunca va a ser un monje. Siempre estará sujeto a tentaciones. Lo que Adrián se olvidó es que las tentaciones son lo más sabroso de la vida. Los Cadillacs cantando para vos.

Ex adicto

9 de abril. Seis de la tarde. Estaba en casa de mis viejos. Le había preparado los remedios a mi padre. Como todas las tardes, esperé a Martín, mi motor psico por aquella época. Apenas me dejó la bolsa y se fue, me serví un gramo entero, de una, sin repetir y sin soplar. Quedé como Juan Castro, pero me faltaba el balcón. Rabioso, sacando espuma por la boca, a medio vestir, salí corriendo por la calle, sintiendo que me perseguían. No tenía dónde ir, por todos lados me estaban persiguiendo. El mundo, todo el mundo, se movía contra mí. No me podía escapar. Me perseguían. Me estaban alcanzando.

Nunca me di cuenta en qué momento la merca me dejó de provocar placer. Seguramente fue una cosa progresiva. Pero la euforia del principio dio paso, poco a poco, a una paranoia bastante jodida. Vivía mirando para atrás. Vivía comprobando si las puertas estaban bien cerradas. Vivía mirando por la ventana, esperando el momento en que de una puta vez esos tipos se decidieran a entrar y me mataran.

Aquella tarde, la de la terapia intensiva, el 9 de abril, me metí en un supermercado. Los tipos que me perseguían se movían entre las góndolas. Me querían agarrar. Estaba desesperado. No sabía por qué no me agarraban de una vez y me mataban y se dejaban de joder. Me tenían rodeado. Estaban ahí. Ahí. En la góndola de duraznos en almíbar que tiré a la mierda. En los envases de cerveza que rompí mientras gritaba. Entre las pilchas que intenté descuartizar porque ocultaban los bultos de los cuerpos de los que me perseguían. Ahí. Ahí estaban. Ahí venían a agarrarme. A preguntarme qué había tomado. A meterme en un patrullero. A llevarme al hospital.

Ahí están, mientras me llevan en el patrullero, en cada esquina deteniéndose, poniéndome una trampa, intentando matarme. Los hijos de puta no se dan cuenta que tengo una hija. No tienen piedad. Me van a matar. En esta esquina. En la próxima. Ya entramos en el hospital. Están todos disfrazados de enfermeras. Me agarran entre cuatro. Me dan una inyección. Me mataron. Al final, tenía razón de haberme puesto así de paranoico.

Ex hombre

Me despierto. Me doy cuenta de que no puedo moverme ni hablar. Tengo la boca ocupada. Me pusieron un aparato que me ayuda a respirar. Estoy en el Maciel. Resulta que cuando me llevaron a emergencia, me pusieron una bola, una inyección para dormirme y casi me pasan para el otro lado, me provocaron una reacción alérgica que no me dejó respirar. Me tuvieron que entubar y llevar a la uti. Cuando me desperté ya estaba en cuidados intermedios. Una fila de camas de un lado, una fila de camas del otro. Me desperté con los gritos de un travesti que estaba frente a mí. Lo habían cagado a palos en un pub de la Ciudad Vieja. Era la peor clase de travestis, un travesti pobre, sin guita para afeitarse ni para teñirse el pelo. Ni siquiera para comprarse una prestobarba y depilarse las piernas. Travesti quilombero, gritaba todo el tiempo. Lo que menos se bancaba era que le pusieran la sonda para mear. Le molestaba para pajearse, y si no se pajeaba el tipo no podía vivir. Estaba todo el tiempo tocándose la pija. Si no estaba gritando, haciendo bardo, el tipo estaba gimiendo de las pajas que se hacía. Por suerte me sacaron rápido de ahí, por una cuestión de seguridad. Resulta que una noche, mientras estaba durmiendo y rodeado de cables, tres cirujanos entraron a escondidas a la sala y me sacaron fotos con los celulares. Fotos al de la tele, pensaron que se las iban a vender a algún diario. Una enfermera los vio y avisó en la dirección del hospital y los tipos decidieron darme de alta, no fuera cosa que les metiera una demanda por violar mi intimidad como paciente.

Ex famoso

Apenas me dieron de alta me echaron del canal. No querían tener en su pantalla un tipo con fama de falopero. No hubo despido ni despedida. En mi lugar pusieron a una vedetita del montón. El programa se fue a la mierda. Pero la imagen del canal siguió siendo inmaculada.

Ex rehabilitado

El falso psicólogo, que no era otra cosa que un ex falopero rehabilitado, siempre me preguntaba las mismas estupideces. “¿Estás limpio?”. “¿Tomaste algo?”. “¿Estás chupando mucho?”. ¿Y qué quería que le contestara? “No, no estoy limpio, estoy dándole a la falopa como un animal”. “Sí, me tomé cinco gramos antes de venir a la sesión”. “Sí, me emborracho todos los días desde las cinco de la tarde”. Los tipos que están en el curro de la rehabilitación están tan fisurados como uno. La única diferencia es que la fisura de ellos es con la abstinencia. “Hace seis años, tres meses, dos semanas, cinco días y una hora que no tomo”. Son tan dependientes como cuando tomaban, con la diferencia de que ahora disfrutan –y sufren– un poco menos.

Ex

“Una línea en honor al muerto”. La sirvió Alfonso después del abrazo, al otro día del entierro de mi padre. No tomaba nada desde el 9 de abril. Qué nostalgia que me dio verlo abrir la bolsita, poner la falopa arriba del compacto de The Cure, armar el canuto. No fue un pegue de éstos ni de aquellos. No me volvió a dar para el lado de la paranoia, pero tampoco para el lado de la alegría. Fue como uno de esos polvos que uno se manda con una ex, uno de esos polvos de compromiso que no hacen historia, uno de esos polvos que se encajan por piedad más que por calentura. Por espanto más que por amor. En el fondo, con las ex, la pasión nunca es la misma.

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